Habíase una vez, en la antigua China, un extraordinario pintor cuya fama atravesaba todas las fronteras.
En las vísperas del año chino del Gallo, un rico comerciante pensó que le gustaría tener un cuadro que representase a un gallo pintado por este fabuloso artista. Así que se trasladó a la aldea donde vivía el pintor y le ofreció una muy generosa suma de dinero por la tarea.
El viejo pintor accedió de inmediato pero puso como condición que debía volver un año más tarde a buscar su cuadro. El comerciante se amargó un poco. Había soñado con tenerlo cuanto antes y disfrutarlo durante el año en curso, bajo el auspicio de dicho animal pero, como la fama del pintor era tan grande, decidió aceptar y volvió a su casa.
Los meses pasaron lentamente y el comerciante aguardaba que llegase el ansiado momento de ir a buscar su cuadro. Cuando finalmente llegó el día, se levantó al alba y acudió a la aldea del pintor. Tocó a la puerta y el artista lo recibió. Al principio, el anciano no recordaba quién era el comerciante.
«Vengo a buscar la pintura del gallo», le dijo el comerciante.
«¡Ah, claro!», contestó el viejo pintor.
Y allí mismo extendió un lienzo en blanco sobre la mesa y, ante la mirada del comerciante, con un fino pincel dibujó un gallo de un solo trazo. Era la sencilla imagen de un gallo, aunque de alguna manera mágica. Encerraba la esencia de todos los gallos que existen o existieron jamás. El comerciante se quedó boquiabierto con el resultado pero no pudo evitar preguntarle:
«Maestro, por favor, contésteme una sola pregunta. Su talento es incuestionable pero ¿era necesario hacerme esperar un año entero?»
Entonces el artista lo invitó a pasar a la trastienda, donde se encontraba su taller. Y allí, el ansioso comerciante pudo ver cubriendo las paredes y el suelo, sobre las mesas y amontonados en enormes pilas hasta el techo, cientos y cientos de bocetos, dibujos y pinturas de gallos. El trabajo intenso de todo un año de búsqueda.